16 enero 2011

Avatares del plagio

Jakob Thomasius fue un profesor de la Universidad de Leipzig en la segunda mitad del siglo XVII. Era el tiempo de los polihistores, una especie erudita, hoy extinta, que concentraba en unos pocos individuos los saberes esenciales de cerca de dos milenios de cultura occidental. (De Athanasius Kircher, uno de sus miembros más ilustres, jesuita y orientalista destacado, se dijo que fue "el último hombre que lo supo todo".) De este modo, Jakob -a quien no se debe confundir con su hijo Christian, o Cristiano, como se le conoció hasta hace poco en español, uno de los fundadores del Derecho Positivo moderno- impartió a lo largo de tres décadas asignaturas tan diversas como Teología, Derecho, Retórica o Lógica, y escribió extensas monografías sobre una gran variedad de cuestiones como la capacidad intelectual de las mujeres (en su defensa), el delito de bigamia o los filósofos estoicos.

Como director de la Nikolaischule y de la Thomasschule dirigió numerosas tesis doctorales, entre ellas la de su discípulo más conocido, Wilhem Leibniz (protagonista de una cruenta y extensa polémica internacional con Sir Isaac Newton por un supuesto plagio del modelo de cálculo infinitesimal), y la de un cierto Johann Michael Reinelius (del que nada más se sabe) sobre el plagio literario. En aquel tiempo, los estudiantes universitarios y su director compartían la autoría de los trabajos de investigación, a pesar de lo cual la Dissertatio de plagio literario (1673) ha sido conocida desde su primera publicación y a lo largo de sus múltiples reediciones y traducciones como el "libro de Thomasius". Verdadero best-seller de la Ilustración, la obra supuso el inicio de una oleada de tratados académicos y jurídicos sobre la cuestión. Durante el siglo siguiente, eruditos como Almaaloven, los (numerosos) Mencken, Bayle, Abercromby, Crenius o Schwarz establecieron la casuística, el inventario de modus operandi, de evidencias judiciales, antecedentes jurisprudenciales e incluso catálogos universales de malhechores.
Sin embargo, la obra de Thomasius (y de Reinelius) se abría con lo que parece una perogrullada: "el plagio literario es un asunto exclusivo de los hombres de letras", con una consecuencia que no es tan previsible: se trata de un asunto, por lo tanto, que sólo debe ser juzgado por ellos, pues sólo a los autores concierne. Es más, al tratarse más bien de un pecado literario que de un crimen, es, en sí mismo, indemostrable, es decir, inmune a las pruebas y evidencias judiciales. Sólo la conciencia del plagiario sabe que lo es.
La principal conclusión que sacan Thomasius y Reinelius tras trescientas páginas de erudición insaciable es ejemplar. En literatura, de poco sirve establecer una policía o unos tribunales literarios. Lo que urge es una política literaria, lo más severa y totalitaria posible, que se infiltre en las conciencias de los escritores, desde su más tierna infancia; una suerte de adoctrinamiento y vigilancia continuos sobre los comportamientos literarios que progresivamente supriman las textualidades desviadas, las malas filiaciones y las imitaciones perversas. Los instrumentos de los que deberían servirse los pedagogos de la Literatura -y es quizás aquí donde reside la genialidad de la propuesta de Thomasius y Reinelius, anticipándose a los situacionistas de Guy Debord, y más incluso a las propuestas marxistas- pasan por el control de los medios de representación antes que los de producción literaria. Es preciso controlar las ficciones, las imágenes y los símbolos de la Literatura, así como es necesario acuñar los avatares más infamantes y disuasorios de la reproducción incontrolada de lo escrito: difundir los avatares del criminal, hasta que las máscaras queden como únicos rostros posibles de lo prohibido.