Creo en una autor único, trino y voluntad todopoderosa, escritor de lo no dicho y nunca expresado. Presente y no inventado. Descendido a los intestinos de la crítica, muerto, sepultado y resucitado a los tres días, como en un veintitrés de abril, aseguran, murieron Shakespeare y Cervantes, esta coincidencia que ha contribuido mucho probablemente a que apenas sepa si lo que escribo lo escribo yo o ese idiota –en el sentido recto de este estado hermoso y beatísimo que comparto con más de uno– con el que me confundo en los días en los que hace sol, está nublado o no hay eclipse. Un veintitrés de abril de hastío, primavera y papelitos que se adhieren a las suelas y no se quieren despegar. Veintitrés de abril, día declarado por la UNESCO, día del libro y de, cómo no, de los derechos de autor. Algo que, llegados a este punto, oh lector, mi semejante, mi idiota semblable, ambos sabemos que no deja de ser una fantochada con visos de declaración universal de los derechos de imperio, emporio, expolio y monopolio. Amén.
Los bártulos que cargo sobre mis hombros –más, mucho más adentro que las 43.591 neuronas (sí conozco el número y el tamaño exacto de mis limitaciones) con las que bostezo o me entusiasmo o esbozo una sonrisa cómplice, cada vez que en un texto reconozco algo, sin certezas, que ya he visto antes– este pesado equipaje, que acarreo por domicilios ajenos, habitaciones por horas, estos bártulos embarazosos, pesadísimos, sobre mis hombros... Dentro, muy dentro y antes de mí.
18 febrero 2006
Credo
Etiquetas:
23 de abril,
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Los idiotas,
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